jueves, 29 de abril de 2010

Cuando el terror vino del cielo y el peligro bajó de la montaña


Quienes pudimos salir de Los Caracas superamos una de las más duras pruebas a la que pueda ser sometido un ser humano, la prueba del terror y de la incertidumbre ante las fuerzas de la naturaleza



El sector Los Nísperos, uno de los más tranquilos de la Ciudad Vacacional Los Caracas, está pegado a la montaña y muy cerca del río. Para llegar allá, hay que cruzar a la derecha después de pasar el puente principal, que está a doscientos metros de la GN, luego de seguir en línea recta por una plaza, una iglesia y una casa grande de dos pisos, que es la sede de la Escuela de Policía de Vargas. Al final de la calle se sube a la izquierda luego de una pequeña redoma.


La casa N° 26 que había alquilado mi amigo y ahora hermano de causa, José Antonio Aguirre, es la última de una calle ciega que termina en lo alto de una colina en forma de u, para facilitar a los vehículos, girar y devolverse. Del lado izquierdo de la calle, una pequeña pendiente de seis metros aproximadamente baja hasta una larga pared que sirve de muro de contención del río que baja de lo alto de la cordillera de la costa, luego de nutrirse de numerosos afluentes. De manera que es fácil bajar desde la calle y asomarse al muro para ver el agua correr.


La casa es amplia, de una sola planta, estilo chalet suizo, con techo de dos aguas y dos cuartos. Tiene al entrar una amplia sala, donde usualmente los temporadistas cuelgan sus hamacas; una rústica mesa de madera con cuatro sillas ubicadas a la izquierda, frente a cuatro hileras de ventanas y una discreta biblioteca que sirve de estantería para almacenar los alimentos enlatados para comer al regreso de la playa. Le sigue un cuarto pequeño, al cual le añadieron una puerta hacia la calle. A la derecha está la cocina, que tiene una puerta que conduce hacia una batea y al frente está la montaña de tupida vegetación. Adentro sigue el baño y otro cuarto más grande, dotado de dos camas literas y un viejo escaparate de madera corroído por la humedad.


Allí habían llegado José Antonio y su esposa Nelly el viernes 04 de febrero, cargando con sus dos bebés, Zico y Said, un doberman y un lobo siberiano, ambos de gran tamaño y fuerza. Luego se añadirían la madre y la hermana de Nelly, la señora Isabel y Evelyn con su hija de catorce años, de nombre Michelle. Katiuska, mi esposa, su hijo Luis y yo llegamos a la casa 26 el domingo por la tarde. Estábamos alegres porque ibamos a disfrutar de la piscina de agua salada que hacía pocos días había sido reinaugurada. Llevamos todos los implementos que uno suele llevar de campamento, la cava con suficiente hielo y carne para parrilla, colchones inflables, dos carpas y una hamaca, por si acaso.


Ese día, un cielo azul y un sol resplandeciente nos dieron la bienvenida, la cual disfrutamos, por supuesto, en la piscina, en dónde comentábamos acerca de la buena idea que tuvo el gobierno de dictarles cursos de capacitación turística a los nativos de la zona para rescatar las instalaciones y fomentar el cooperativismo así como el desarrollo turístico, ya que se notaba desde que uno entraba al área de la piscina. ”Señor muy buenos días, gracias por venir” y otras frases por el estilo que agradan al ser escuchadas por los visitantes.


La señora Isabel y su hija Evelyn regresaron en la mañana para Caracas. Nos quedamos José Antonio, Nelly, Katiuska, Luis y yo, además de los dos perros. El día siguiente fue más divertido. Muy temprano fuimos a la piscina. Los animadores organizaron un concurso de baile por edades y cuando le tocó el turno al grupo de quince años en adelante, una de las más atrevidas participantes se bajó hasta la mitad la parte trasera de su diminuto hilo dental lo cual no enseñó nada más allá de sus ya expuestas nalgas y provocó una ovación del público masculino, más fuerte que un rugido.


Ya en la tarde decidimos regresar para la casa y almorzar, ya que un manto gris se apoderaba de todo el cielo. Toda la tarde y la noche estuvo lloviendo, lo que comenzó a inquietarnos hasta que la repentina visita de Luzma, la prima de Nelly quien tiene un pequeño abasto en la entrada del pueblo nos dejó a todos boquiabiertos: “ no se les ocurra irse mañana porque la lluvia provocó un derrumbe en la vía y no hay paso para Caracas”. Como en una película de suspenso todos nos vimos las caras pensando, quizás, hasta cuando duraría aquello.


Nelly, quien además de ser bióloga aprendió de sus padres conocer las señales de la naturaleza, nos dijo: “no podemos dormir, tenemos que vigilar el cauce del río” y así lo hicimos.


A eso de las diez de la noche me fui a acostar, luego de varias partidas de dominó para apaciguar el miedo. No habían pasado ni cinco minutos cuando:


-¡pum, pum, pum!- el estruendoso sonido del río cargado de piedras, palos y lodo fue como una alarma que accionó la adrenalina de todos. José Antonio se asomó en el muro y gritó: “corran que el río subió”. Nelly agarró alimentos y algunas de sus cosas, mientras Luis soltaba las hamacas y Katiuska, quien repasaba en silencio sus clases de contabilidad, tiró sus libros a un lado y comenzamos a empacar nuestras cosas violentamente.


Corrimos hacia los carros y bajamos hacia la redoma en busca de la salida hacia Caracas. Imprimí mayor velocidad a los limpiaparabrisas y aún así apenas podía ver. La noche oscura y la incertidumbre me impedía precisar el camino. Cerca de la plaza habían varias personas agachadas ante una alcantarilla. Bajé del carro a ver y el agua me llegaba a las rodillas.


“!Andrés, ven!” gritó Katiuska y me hizo despertar de mi asombro. Regresé corriendo al carro sin saber hacia dónde huir. Decidimos montar los carros sobre la acera y refugiarnos en la Escuela de Policía hacia donde todos corrían.



El Refugio


“Este edificio es seguro señora, fue construido por Pérez Jimenez”, le dijo a Katiuska un jóven estudiante de la Escuela de Policía del Estado Vargas, al ver su rostro preocupado por la seguridad que podría brindarnos nuestro nuevo refugio, un viejo edificio que fue durante años el cine de la ciudad vacacional. Allí iban llegando cada vez grupos familiares formados en su mayoría por mujeres y niños, quienes se acomodaban en colchonetas que eran suministradas por los cadetes.


La lluvia continuaba cada vez con mayor fuerza y a lo lejos se escuchaba el sonido ahora terrorífico “pum, pum, pum”, producido por el choque de las piedras y palos que eran arrastrados con fuerza contra las paredes del muro de contención.


Era la una de la madrugada y seguía lloviendo. Katiuska me dice:” al menos falta poco para que amanezca”. Nuestras esperanzas estaban cifradas en que al amanecer, la luz del sol disiparía la inundación, pero no fue sí. Amaneció y la lluvia no cesaba. Salí a inspeccionar los alrededores y una capa gruesa de fango cubría todo el pavimento, aceras, etc. La fuerza de las aguas había destrozado parte del muro de contención y el río transitaba libremente por la calle.


Un araguato apareció en el refugio


Un antiguo proverbio indica que los animales perciben el peligro antes que los seres humanos, por ello la extraña presencia de un mono araguato asustó a Zico y Said y a nosotros también. En ese momento pensamos que la presencia el mico era un indicio de que la situación empeoraría.


Caminar en el barro es una tarea que se realiza a duras penas, ya que a cada paso los pies se hunden en el pesado fango y levantar cada pierna requiere de gran esfuerzo. Por ello era angustiante ver mujeres con niños en los brazos y con morrales al hombro, caminar hundidas en el lodo, tratando de ir aguas abajo hacia la entrada de Los Caracas y así tratar de escapar de aquella pesadilla.


José Antonio, quien además de ser profesor de educación física, fue en su juventud campeón sudamericano de lucha, recordó lo aprendido en un curso de supervivencia y se arriesgó a regresar al Sector Los Nísperos para traer de la casa los enlatados y algunas cosas que habíamos dejado en nuestra carrera por la vida. Al regreso nos describió cómo había quedado la vía y en qué forma debíamos racionar la comida y el agua, porque ninguno sabía el tiempo que duraría esta pesadilla.


Bajo su conducción, fuimos caminando de regreso a la casa. A nuestro paso el paisaje había cambiado radicalmente, pensé que así se verían las calles después de una guerra. Prendimos el radio y no había señal, los celulares tampoco tenían.


Evaluamos las posibilidades que teníamos, dónde estaríamos más seguros y era difícil determinarlo, siquiera llegar a un acuerdo. José Antonio y Nelly sostenían la idea de bajar a la Bodega La Esperanza, de su prima Luzmar, desde donde sería más fácil ser rescatados. Katiuska y yo teníamos nuestras dudas porque no sabíamos cómo había quedado aquel sector, así que decidimos quedarnos en el Hotel Murachí, el lugar más alto de la zona y en donde sin duda nunca llegaría el agua. Al llegar advertimos que todas las habitaciones estaban ocupadas por personas que estaban en las casas y que estaban allí para guarecerse. José Antonio se fue con Nelly y sus dos bebés al negocio de Luzmar. La lluvia continuaba y en lo que amainó un poco, trajimos los colchones de la casa y nos acostamos en el pasillo del primer piso del hotel. Allí permanecimos un rato hasta que escuchamos el murmullo de la gente, que una fragata había llegado para sacar a toda la gente de Los Caracas. En eso llegó José Antonio con la misma noticia y bajamos hacia la bodega de Luzmar. Se encendía una luz de esperanza.



El Rescate


Cientos de hombres, mujeres y niños formaban una larga cola frente a la entrada de Los Caracas para abordar la fragata que estaba anclada a unos quinientos metros de la playa, mientras un helicóptero hacía maniobras de desembarque. Un guardia indicó hacer dos colas: mujeres y niños a la izquierda, hombres a la derecha.



Separarse del grupo familiar inquieta, más aun cuando se está lejos de casa. Sin embargo, cuando el Guardia dio la orden de hacer dos filas, pensamos que era un mal menor para salir de aquella pesadilla y que más tarde nos encontraríamos o en la fragata o en el Club Puerto Azul o en el Aeropuerto de Maiquetía, que eran los destinos para las personas rescatadas. Hicimos las dos colas cuando la lluvia arreció y en instantes corrió el rumor que las labores continuarían la mañana siguiente porque los helicópteros no podían maniobrar. Volvía la desesperanza.


Esa noche dormimos en el abasto y bien temprano fuimos a la playa, en donde ya se encontraban alrededor de cien personas en cola. Pude observar con asombro como el río había ganado un espacio de quinientos metros o más dentro del mar, donde flotaban grandes palos y bambúes como vigas de construcción. La playa estaba repleta de toda clase de suciedades y escombros, lo que dificultaba caminar.


A lo lejos, una fragata anclada iba y venía un pequeño bote con un motor fuera de borda, el cual recogía de tres a cuatro personas por cada viaje. No se sabía qué era más peligroso si quedarse allí o montarse en la débil embarcación con la marea alta. En la arena, hombres, mujeres y niños soportábamos una pertinaz lluvia que se mantuvo por espacio de cuatro horas, sin movernos por temor a perder nuestro lugar en la fila, que era constantemente amenazada por la inconsciencia de quienes pretenden siempre ser más listos que lo demás. El frío estaba dejando sus secuelas entre nosotros y varios niños ya presentaban síntomas de hipotermia. La incertidumbre, el hambre y la impaciencia se iban apoderando de la mayoría, dando como resultado discusiones, riñas y peleas que nos llenaban aun más de inquietud, por los pocos efectivos militares que había en ese momento. José Antonio había regresado al Abasto para acompañar a Nelly, quien se negaba a abandonar sus bebés.


Ante esa situación nos salimos de la cola y afortunadamente unos metros más adelante mujeres y niños hacían una fila para ser evacuados por los helicópteros de la Armada. Acompañé a Katiuska y Luis hasta que abordaron la aeronave. Les dí un adiós con la mano y por dentro me sentí muy solo. La voz del Mayor de la GN a cargo del operativo me devolvió la sonrisa al rostro: “ ¡hagan una cola de hombres, ya!”. Entre un centenar de jóvenes y adultos aguardaba pacientemente, mientras pensaba que la conducta de las personas se asemeja mucho a la de los animales salvajes cuando se carece de los elementos básicos, comida, agua, abrigo, techo.


El show mediático


Poco a poco iban llegando mas efectivos militares y solo así fue que el orden y el civismo se restituía. La noche empezaba a caer y con ello se desvanecían mis esperanzas porque es sabido que de noche no hay vuelos. Sin embargo, de pronto llegaron dos helicópteros puma, de los cuales bajaron Jessie Chacón, Ministro de Interior y Justicia, el Director Nacional de Defensa Civil, y por supuesto varios y camarógrafos, fotógrafos. “Al menos no nos irán a dejar aquí”, pensé. En eso el militar a cargo aclaró la duda: “realizaremos vuelos nocturnos, no se desesperen”.


Entre la comitiva oficial advierto la presencia de la colega Teresa Maniglia, con quien trabajé en Radio Rumbos hace muchos años, le hago señas y veo que se acerca con un grabador en la mano y en la otra un celular, transmitiendo en vivo. Después de preguntar “¿qué le pareció el operativo de rescate desplegado por el gobierno? “a quienes hacíamos la cola, me tocó el turno y dije en pocas palabras que había sido una odisea y que gracias a la oportuna ayuda oficial muchas personas fueron rescatadas. En la actualidad ella se desempeña como Jefe de Prensa del Ministerio de Relaciones Interiores, así que entendí que estaba haciendo su trabajo. Como periodista, en muchas oportunidades también entrevisté personas que habían superado situaciones difíciles pero nunca había sido yo el entrevistado y recuerdo que tuve la sensación de que alguien escucharía esa entrevista y sabría de mí. Efectivamente, así fue como mi hijo Abraham, quien vive en Guatire, se enteró que su padre estaba entre los temporadistas que fueron rescatados por aire desde Los Caracas.


Nuestros héroes: los pilotos de los helicópteros


Cuatro vehículos estacionados frente a frente con las luces encendidas era la única fuente de iluminación disponible para ayudar a los pilotos en su difícil tarea de aterrizar en la oscuridad de la noche. Desde el aire, pude apreciar la valentía, el profesionalismo y el arrojo de los pilotos que nos sacaron de allí. Dios los bendiga


Hoy, veo la vida desde un punto de vista diferente. Aunque nunca he sido muy apegado a las cosas materiales ahora menos. Aprendí que la palabra compartir tiene un significado más amplio y se trata no solamente de los bienes sino del tiempo. Vale más compartir con la familia que trabajar en la calle muchas horas y verlos solo de noche y/o durante las mañanas. Por otra parte, entendí que la disciplina es la única manera de que las metas se logren y lamentablemente los venezolanos la necesitamos.


Por diversas causas, la geomorfología nacional e incluso el clima y la temperatura han cambiado radicalmente en Venezuela. No entender a la naturaleza y no respetarla es el principio de nuestra propia destrucción.


Quienes pudimos salir de Los Caracas superamos una de las más duras pruebas a la que pueda ser sometido un ser humano, la prueba del terror y de la incertidumbre ante las fuerzas de la naturaleza. Por ello que viva la vida.






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